El injerto óseo más antiguo del que se tiene datos viene del año 1682, cuando Van Meeken trasplantó hueso del cráneo de un perro para un defecto craniano en un hombre.
Adell y Braine fueron los primeros en estudiar el uso de injertos autógenos asociados a implantes de titanio en maxilares atróficos; Brånemark, sin embargo, describió la técnica ya en el año 1975.
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